Amor constante más allá de la muerte

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Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora, a su afán ansioso lisonjera;
 
mas no de esotra parte en la ribera
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama el agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
 
Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
venas, que humor a tanto fuego han dado,
médulas, que han gloriosamente ardido,
 
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

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Un soneto de Francisco de Quevedo, el mejor poeta del Barroco español, de los más conocidos y admirados -el poema y el poeta- de la literatura española.

La complejidad conceptual y estilística a la vez -la concentración del contenido, el juego con el sentido de las palabras, el laconismo, la condensación de ideas…- hace que sea una composición difícil de comentar o incluso entender, aunque al final queda la conclusión de que el amor persiste sobre la muerte (!).

Iniciada como una experiencia personal en primera persona, esta poesía presenta la concepción humana de dos realidades que coexisten en el ser humano, el cuerpo y el alma, siendo el cuerpo corrupto y el alma eterna (!); y como en el alma es donde se asientan los sentimientos como el amor, este pervive después de la desaparición del cuerpo físico (!).

Sea como sea, la belleza intrínseca de este texto existe, en su intensidad, en su alarde estético y en su pasionalidad misma sobre el deseo de que lo mejor de nosotros pueda continuar más allá de nosotros mismos (!).

Gracias a Ricardo Zarco, exalumno de nuestro Centro, por su lectura.

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