El laberinto invisible (a propósito del Día de los Difuntos)

Para el que sabe ver
siempre habrá al final del laberinto
de la vida
una puerta de oro.


Si la atraviesas hallarás un patio
con musgo, empedrado,
y en él dos cedros opulentos con
sus pájaros dormidos.
(No encontrarás ya aquí la música de Orfeo,
sino solo silencio).
Cruza el patio. Verás luego otra puerta.
Ábrela.


Ya dentro, en la penumbra,
verás un muro
y, en él, unas palabras muy borrosas
de cuya sencillez brota la luz
que, lenta, pasa a ti y te devuelve
al fin la libertad,
la plenitud del ser:
«Sean siempre alabadas
las palabras dulcísimas
que sanan: paz y bien».


Después, ya en la soledad profunda,
verás que te hallas frente a otra puerta
que aún no puedes abrir,
porque no es el momento:
la que quizá te lleve a otro laberinto,
al laberinto último, invisible.
¿De él habrá salida?


(Solo queda esperar,
esperar al amparo seguro
de esas letras borrosas
que sanan).

Un poema de Antonio Colinas – leonés, poeta, novelista, ensayista, traductor y periodista; incluido en el grupo de los Novísimos, con una trayectoria muy personal; ganador del Premio Nacional de Literatura en 1982, y de muchos más premios literarios- que viene a tratar del paso de un tú poético -todos- desde la vida hacia su muerte.

A partir del laberinto de la vida -bella imagen poética, como el viaje definitivo de Juan R. Jiménez o la terra inexplorata de W. Shakespeare, y de una manera más coloquial el otro barrio– y de su final, el poeta elucubra -creando un espacio también laberíntico que se debe recorrer- sobre el sentido o el final que nos toca, sobre la trascendencia que puede haber más allá de nuestra vida.

Un texto bellísimo, lleno de espiritualidad y misticismo. Una reflexión estética sobre lo que hay después y no conocemos. Y un recuerdo de los seres queridos que ya han pasado por este trance.

Gracias a nuestra compañera Ita Báez por la lectura de esta composición.

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