La mejor compañía
Cuando era niño, pensaba, casualmente, que la soledad nunca precisa de ser buscada. Era algo que todo el mundo tenía, como la desnudez, estaba a la mano, ni especialmente buena ni especialmente mala, una cosa abundante y obvia, de ningún modo difícil de entender. Entonces cumplí los veinte, se volvió más difícil de conseguir y más deseada, aunque a la vez también más indeseable; porque estar solo requiere, para alcanzar el rango de los hechos, ser expresado en términos de los otros, si no, es sólo un artificio compensatorio. ¡Mucho mejor estar acompañado! Para amar debes tener a alguien más, el acto de dar requiere un legatario, los buenos vecinos necesitan otros vecinos sobre quienes serlo –en resumen, nuestras virtudes son todas sociales; si, privado de la soledad, te enfadas, es claro que no eres de los virtuosos. Entonces con violencia, cierro mi puerta con llave. El calentador de gas respira. Afuera, el viento anuncia la lluvia nocturna. Una vez más la incontrovertible soledad me sostiene en su enorme palma; y como una anémona de mar o un simple caracol, allí, con cautela, se despliega, se asoma, lo que soy.
Un poema de Philip Larkin sobre algo tan, tan… tan humano como la soledad humana.
El poeta reflexiona sobre su soledad, y la soledad de todos y cada uno, como algo natural y deseada y no deseada a la vez (como otra paradoja más de la condición humana).
Una exclamación rompe la reflexión poética; los demás son la sociedad, ante quienes se tiene que responder, que ser buenos (!?), o sea, sociables…
Por último, ahí queda eso: ante uno mismo, solo, uno es lo que es… ¿o no?