Salmo VII

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¿Dónde pondré, Señor, mis tristes ojos
que no vea tu poder divino y santo?
Si al cielo los levanto,
del sol en los ardientes rayos rojos
te miro hacer asiento;
si al manto de la noche soñoliento,
leyes te veo poner a las estrellas;
si los bajo a las tiernas plantas bellas,
te veo pintar las flores;
si los vuelvo a mirar los pecadores
que tan sin rienda viven como vivo,
con amor excesivo,
allí hallo tus brazos ocupados
más en sufrir que en castigar pecados.
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Un poema de Francisco de Quevedo – escritor español del Siglo de Oro, reconocido como uno de los más notables poetas de la literatura española, además escritor de narrativa y teatro, de textos filosóficos y humanísticos- que forma parte de un conjunto de 28 salmos -una obra de gran calidad literaria- de carácter religioso -se tratan de composiciones o cánticos de alabanza o invocación a Dios.
En esta silva -mezcla de versos endecasílabos y heptasílabos de rima consonante- de escasa complejidad formal, pero impecable, el yo poético empieza con una interrogación retórica para presentar la omnipresencia de Dios. Y efectivamente, este gobierna sobre todo, hasta lo más pequeño -ejemplificado con las flores.
En los cuatro últimos versos aparece de nuevo el yo poético como pecador entre pecadores, y la figura divina como sufridor más que como castigador del género humano respecto a sus pecados.
Un ejemplo de poesía religiosa, de gran calidad literaria y de una belleza lírica incuestionable.
Gracias a Loli Guardado, profesora de Religión Católica, por su generosidad al leer esta poesía.