Invictus.
Más allá de la noche que me cubre negra como el abismo insondable, doy gracias a los dioses que pudieran existir por mi alma invicta. En las azarosas garras de las circunstancias nunca me he lamentado ni he pestañeado. Sometido a los golpes del destino mi cabeza está ensangrentada, pero erguida. Más allá de este lugar de cólera y lágrimas donde yace el horror de la sombra, la amenaza de los años me encuentra, y me encontrará, sin miedo. No importa cuán estrecho sea el portal, cuán cargada de castigos la sentencia, soy el amo de mi destino: soy el capitán de mi alma.
William Ernest Henley ha pasado a la historia de la literatura inglesa como autor de este poema; y es el poema que Nelson Mandela se recitaba a sí mismo cuando llegaban los momentos peores a lo largo de su terrible cautiverio en prisiones sudafricanas (27 años de encarcelamiento) por su lucha contra el racismo y el apartheid.
Esta poesía es de una belleza melancólica, dura, impresionante, sobrecogedora; es un canto a la fe en uno mismo, a la libertad y a la resistencia humana enfrentadas a los momentos más desoladores, solitarios y terribles de la existencia.
No es de extrañar que esta composición fuese escrita por un hombre que fue un niño condenado a la enfermedad y la minusvalía (en su niñez, sufrió tuberculosis, de la que como secuela le amputaron una pierna); y no es de extrañar que este poema le sirviera de guía y consuelo espiritual a Nelson Mandela mientras estaba encarcelado y era humillado y vejado por sus ideas, por su compromiso ético con los suyos y consigo mismo.