Me basta así.

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 Si yo fuera Dios
 y tuviese el secreto,
 haría
 un ser exacto a ti; 
 lo probaría
 (a la manera de los panaderos
 cuando prueban el pan, es decir:
 con la boca),
 y si ese sabor fuese
 igual al tuyo, o sea
 tu mismo olor, y tu manera
 de sonreír,
 y de guardar silencio,
 y de estrechar mi mano estrictamente,
 y de besarnos sin hacernos daño
 -de esto sí estoy seguro: pongo
 tanta atención cuando te beso-;
 entonces,
 si yo fuese Dios,
 podría repetirte y repetirte,
 siempre la misma y siempre diferente,
 sin cansarme jamás del juego idéntico,
 sin desdeñar tampoco la que fuiste
 por la que ibas a ser dentro de nada;
 ya no sé si me explico, pero quiero
 aclarar que si yo fuese
 Dios, haría
 lo posible por ser Ángel González
 para quererte tal como te quiero,
 para aguardar con calma
 a que te crees tú misma cada día,
 a que sorprendas todas las mañanas
 la luz recién nacida con tu propia 
 luz, y corras
 la cortina impalpable que separa
 el sueño de la vida,
 resucitándome con tu palabra,
 Lázaro alegre,
 yo,
 mojado todavía
 de sombras y pereza,
 sorprendido y absorto
 en la contemplación de todo aquello
 que, en unión de mí mismo,
 recuperas y salvas, mueves, dejas
 abandonado cuando  -luego-  callas...
 (Escucho tu silencio.
           Oigo
 constelaciones: existes.
           Creo en ti.
                             Eres.
 Me basta).

Después de envidiar a los que se quieren como los que se quieren dentro de las canciones de Camela, también podríamos envidiar a Ángel González, por como quiere, y a su amada, por como es querida en este poema.

Qué entrega de amor (?), qué declaración más hermosa de sentimientos, qué canto a la vida que se vive enamorado. Qué envidia.

Y no nos quedamos aquí; olvidemos la envidia, mal sentimiento, y amemos, con voluntad, como nos enseña el poeta.

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